Hay una verdad profunda que muchas veces preferimos no mirar: el mentiroso no puede sanar. No hablamos aquí solo de las mentiras que decimos a los demás —aunque también cuentan—, sino de las que nos decimos a nosotros mismos. Las que usamos como escudo, como forma de evitar el dolor, la vergüenza, el enojo, la fragilidad. Las que sostenemos para sobrevivir, aunque ya no vivamos realmente.
Sanar implica, necesariamente, dejar de huir de lo que duele. No se puede limpiar una herida mientras se oculta debajo del vendaje de las excusas. La sanación verdadera comienza cuando uno se sienta frente a su dolor, sin máscara, sin defensa, sin justificaciones. Cuando uno se atreve a decir: “Sí, esto me pasó. Esto me duele. Esto está roto en mí.”

En el espacio terapéutico, esto es fundamental. La relación que se construye entre terapeuta y paciente se basa, en parte, en la posibilidad de crear un espacio seguro donde la verdad pueda emerger. No es un tribunal. No es una confesión religiosa. Es un acto de presencia, un compromiso con la propia integridad psíquica. Cuando mentimos —incluso con buena intención—, nos alejamos del centro de lo que necesita ser visto, entendido y atendido.
Gloria Steinem lo dijo con fuerza: “La verdad nos hará libres, pero primero nos hará enojar.” Y a veces nos hará llorar, temblar, querer salir corriendo. Nos enfrentará con memorias que habíamos relegado, con partes nuestras que despreciamos o tememos. Pero es justamente ahí donde está la posibilidad de transformación.
La simulación puede parecer más fácil: fingir que ya estamos bien, repetir frases bonitas, crear una narrativa cómoda sobre lo que nos ha pasado. Pero todo eso no es más que un maquillaje emocional. Y por más que se intente, no se puede construir sanación sobre un cimiento falso. Fingir bienestar no lo genera. Nombrar el dolor, en cambio, sí abre una puerta.

Sanar requiere valor. Requiere humildad. Requiere sinceridad radical. No se trata de exponerlo todo a todos, sino de elegir cuándo y con quién, pero sobre todo, de dejar de escondernos de nosotros mismos. La persona que desea verdaderamente sanar debe mirar hacia dentro con ojos lúcidos, con compasión, pero también con honestidad.
Porque sólo cuando nos atrevemos a vivir en la verdad, es que podemos tocar, poco a poco, esa forma de libertad interior que nos sana.
Porque sólo quien se atreve a decir la verdad puede empezar a vivir de verdad.
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